Li.la Capítulo 1
Li.la se despierta. Está levemente mareada, y eso es normal considerando que desde que La Ciudad mejoró el porcentaje de calidad de aire, ella no logra acostumbrarse a respirar sin tanta toxina. Eso es algo que de mayor o menor medida, le pasa a todas las personas que conoce. Li.la vive en un mundo limpio, pero nuestros cuerpos tardarán décadas en recuperarse de siglos de CO2 post-industrial.
Mira su reloj, son pasadas las 19,30. A esta hora ya debería estar recorriendo calles con su moto, pero en realidad ni la disciplina ni el rigor laboral le importan mucho. Más bien, le producen desidia. Li.la trabaja de repartidora en una pizzería. Su manager es inexistente, Johnny, el cocinero sólo hace pizzas y los dos o tres niñatos que la rodean realmente les son desconocidos e intrascendentes. A todos ellos les llama “Jimmy”. Es que es normal, si cada semana llegan 3 y se van 3. Li.La prefiere gastar su cabeza en cosas más importantes.
A los pies de la cama, cuelga una copia de “No pienses en un elefante“ de George Lakoff, casi a punto de caer. Tapas peladas y lomo descubierto, el libro recuerda lo que era vivir en una era en la que el mensaje y la metáfora podían ser más importantes que el hecho. Al igual que con el aire que respiramos, gracias a la polución comunicacional que nuestras cabezas tardarán aún más tiempo en recuperarse que nuestros cuerpos. Tanto que Li.la desconoce desde cuándo tiene ese libro y si es suyo por derecho o por qué básicamente carga con él desde hace algún tiempo. Y sobretodo no reconoce por qué de esa anotación que escribió anoche a lápiz en la esquina inferior de la página 122 y que dice “650875”.
Es martes, un día común, en una semana ordinaria, en un mes que fue igual que el anterior y será igual al que vendrá. Con el aire puro vino un ordenamiento necesario de las cosas. Los que buscaban trabajo, lo encontraron fácilmente; los que se jubilaron, lo hacían sin preocuparse de llegar a fin de mes, y lo que era lo mejor, los niños se esforzaban en estudiar. Y no solo eso: las empresas producían, la economía era bullante y esa sensación de escasez tan aguda del primer tercio del Siglo XXI, realmente era lo único que escaseaba. Y aún más que eso: dicen que más allá de los límites de La Ciudad, las fronteras se abrieron y, los misiles se oxidaron. Y las cafeterías se llenaron. El momento en que La Ciudad logró ordenarse y empezar a hacer las cosas bien queda tan en el pasado que pocos se acuerdan cuándo realmente ocurrió este cambio. Algunos medios, en su sopor ideológico no tardaron en conceptualizar ese cambio como “La Gran Despreocupación”. Luego, los que se despreocuparon fueron los medios mismos. Y la gente fue feliz.
Y Li.la, tan despreocupada como el resto de sus contemporáneos, hace su cama. Como ella, todos los habitantes de La Ciudad son pragmáticamente ordenados y pulcros. Recoge el libro y le dedica medio pensamiento. “650...” No logra recordar cuánto tiempo ha pasado desde que el autor redactara ese tratado y le cuesta imaginarse cómo sería vivir en una ciudad distinta a la suya.
“Igual – piensa-, no hay necesidad. Aquí tengo de todo. Y en especial, tengo mi moto”.
Son las 20 horas y Li.la vuela.
Casi literalmente. Ella parece volar por las calles de La Ciudad. Ella es rápida. Incluso demasiado para los estándares normales de La Ciudad. Cruzar la avenida principal le toma dos segundos menos que una moto convencional. Ella respeta los semáforos, su carril y a los otros vehículos. No adelanta por la derecha y no se le ocurre avanzar entre vehículos… No obstante, son esos segundos, esos hermosos dos segundos que le dan verdadero sabor a su vida. Escasos dos segundos que valieron la pena ahorrar más tiempo para comprar una moto más grande, más rápida, con más torque. Entre calle y calle, entre semáforo y semáforo, son esos casi dos segundos que hacen que Li.la sueñe. Y vuela. Y llora. De alegría.
Jimmy…” – le balbucea al entrar a la pizzería al Jimmy de esta semana.
Jimmy es un chico de 22 años, alto, muy alto, y pelirrojo, muy pelirrojo. Y ahora está mirándola con cara de conejo asustado. Esa mirada hace que Li.la se pregunte si todavía quedan conejos en algún lado de La Ciudad. No recuerda si ha podido salir de La Ciudad desde... ¿nunca?. No lo sabe. Ni siquiera dónde están sus límites. Su cuadrante es ortogonal, como el diseño urbano. Un rectángulo perfecto de influencia de no más de 40 cuadras en las que hace entre quince y veinte repartos en su turno de noche. Los justos para lograr su sueldo justo y correspondiente al tipo de integrante de la sociedad que el Ayuntamiento de La Ciudad ha definido en su Carta Magna.
Bueno, -como iba diciendo, querido lector-, Jimmy, como siempre, como todos los Jimmys de la pizzería “Benibazari” (Vete tu a saber qué significa ese nombre), la mira con mezcla de susto y respeto. Li.la es el tipo de persona que la ves y te genera esa reacción que tienen los gatos cuando no quieren saber de ti, como si estuvieran magnéticamente cargados con la polaridad inversa a la tuya y te evitan. Como si la rotación del planeta te separara magnéticamente de ella, pero no te genera rechazo. Li.la fascina silenciosamente al Jimmy a cargo del téfono, quien es el que recibe el pedido, mientras que Johnny el pizzero lo prepara ayudado por otros dos Jimmys que la miran con una mezcla de temor y fascinación, para que una vez listo, Li.la lo vaya a dejar en un santiamén. Lleva siendo así desde hace dos años. Solo que del equipo de Jimmys, Johnny y Li.la, se renuevan sus existencias de “Jimmy” casi tanto como las de masas de 42 cms. Y esa es la fórmula. Ingredientes que no cambian haciendo de Benibazari una pizzería valedera de una medalla a la genuidad emitida por el ayuntamiento de La Ciudad. Las “Políticas Democráticas de Nivelación de Emprendimientos” implementadas desde hace unos veinte años, más o menos, - es lo máximo a lo que Li.la cree que se puede remontar en un recuerdo-, crearon acciones de nivelación de fomento de negocios familiares, entre ellas, que todas las pizzerías fueran garantizadas la misma medalla. Así todas ganaban adulación y se lograba mantener la Despreocupación. Clientela no faltará a ninguna de ellas.
Prosciutto y jamón serrano. Calle del reloj, 12, departamento 6. Dino Paternostro. Ya está pagada.
Li.la juraría que Johnny debe de estar acatarrado porque apenas entendió lo de Prosciutto y Jamón Serrano. ¿Quién en su sano juicio pide una pizza con dos tipos de jamón?. Antes de poner siquiera un gesto de pregunta, Li.la ya está volando por las calles.
La Calle del Reloj, número 12, es una calle pequeña entre medio de la ortogonalidad casi perfecta de La Ciudad. Si no fuera por los números de las casas, colocados ordenadamente con luces LED del mismo tamaño y tono blanco, ella no distinguiría la Calle del Reloj, con la Calle de la Torre, con la Calle de Río. Y ella sabe que dentro de La Ciudad hay 8 calles del Río, y 13 calles del Reloj, pero están en otros sectores de La Ciudad, iguales al sector donde ella vive. No obstante no hay necesidad de ir a otros sectores de La Ciudad. De hecho, nunca los ha visitado. La Ciudad es pulcra. Hermosamente cúbica e iluminada. Edificios poligonales altos de concreto, vidrio y acero, se alzan majestuosamente desde donde Li.la gira su cabeza a la izquierda hasta donde su cabeza llega a su derecha.
El poder de las matemáticas y el orden de las calles hace que Li.la llegue al departamento sin problemas. Acerca su mano al sensor. Llega 38 maravillosos y excitantes segundos antes de lo acordado. No obstante disfrutar de la velocidad es algo que el Ingeniero de El Ayuntamiento no lo puede calibrar, por lo que tiene que esperar a que se sincronice su ETA de llegada con la apertura de la puerta del edificio. 36 segundos después un sonido seco proveniente del identificador del edificio le garantiza el acceso a tocar el timbre en el intervalo de 10 segundos que tiene por ley y unos 12 segundos después, una sombra de unos casi ochenta años, encorvada, despeinada y con lentes de aumento (“¿todavía existen de esos?” - se pregunta), abre entrecortadamente la puerta.
Sr. Dino Paternostro? Su pizza. Prosciutto y Jamón Serrano.
Adelante, pase. Déjela ahí en la mesa de la cocina.
No se me está permitido ingresar a un domicilio, señor.
No importa, yo se lo permito, señorita.
Li.la duda, pero finalmente da un paso e ingresa al departamento. Por dentro, la oscuridad es total. Pero el departamento no tiene nada que llame la atención a Li.la. Los departamentos se arriendan por relativamente poco al mes y tienen todos lo mismo. 46 metros cuadrados divididos en un comedor plegable y un salón de pensar (eufemismo de “no hacer nada”), un dormitorio con baño y un clóset. No obstante Li.la, que puede distinguir un aceite de motor nar-coreano de un aceite de motor neo-neo-zelandés, percibe un olor escondido, pero para ella, familiar: Esa casa huele a su libro.
Señor, Disculpe, pero las normas de La Ciudad decretan que tengo 3 minutos en hacer la entrega. Si no, se generará una multa a ambos.
Bueno, señorita, le quedan 2 minutos y medio. ¿Quiere un genmaicha?
No sé qué es eso.
Li.la nota como Dino suspira decepcionado.
Disfrute su pizza, Sr. Paternostro…
Llámeme Dino.
Prefiero seguir con lo de Sr. Paternostro, mejor.
Veo que no te intimidan mis libros. Mi casa la compone enteramente una biblioteca. Quizá la única en La Ciudad.
Me gusta el olor de los libros antiguos. Tengo uno en casa.
Es un olor embriagante. ¿sabes lo que significa esa palabra? Es una mezcla de mareo y embrujo producto del alcohol. Cuando los días eran menos soleados, antes de la Gran Despreocupación, mi trabajo era ser bibliotecario. Ahora, la cultura y la memoria son cosa del pasado. No deberíamos olvidar.
Li.La mira confusa al anciano. La cultura claramente es algo del pasado. Y mejor que sea así. Ahora la gente no se preocupa de esas cosas y la verdad es que todos viven mejor. Hoy día, el concepto de ocio va dado de la mano a pasar el tiempo, y no al de obtener conocimiento cultural. Es por eso que Li.la se siente incómoda. Siempre suele sentirse así cuando se cruzan más de las 3 o 4 frases de cortesía que dice todas las noches durante sus años de repartidora de pizzas. Li.la nunca habla con los clientes más allá de lo estrictamente necesario. “Pides una pizza, no compañía” es su lema.
Ese era un trabajo que quedó obsoleto. Las cosas antiguas no generaban felicidad.
No es la mejor respuesta, pero es la oficial. Li.la recita de forma mecánica lo que dirían todas las personas cuando se tocan temas de los Tiempos Oscuros. La Gran Despreocupación no fue hace mucho tiempo, quizá una generación o algo así, pero de todas formas se siente como algo añejo, cosas que nuestros abuelos hicieron aunque realmente hayan pasado unos cuántos años. Tendrán nombres que inspiren rechazo y hasta sonarán forzados – “Gran Despreocupación”, “Tiempos oscuros”, “El Gran Acuerdo” – pero básicamente son momentos en los que La Ciudad – o cómo se llamara la forma de vida en esos tiempos - tomó la decisión de arreglar el mundo y realmente para todos aquellos ufanos negacionistas, fue bastante más fácil de lo que se pensó. Nadie tiene una idea clara de cómo pasó, pero de un tiempo razonablemente breve a otro, la economía mejoró, el aire empezó a ser más limpio y sobretodo se ordenaron las cosas. Orden. Eso es lo que necesitaba La Ciudad. ¿Quién necesita libros si recordar ha sido la causa de todo lo que pasó en los Tiempos Oscuros? Lo mejor que pudo haber pasado fue despreocuparse de todo, acordar hacer una tábula rasa y como consecuencia inmediata, todo fue mejor.
No creo que en realidad opine eso. - responde Dino.
… De repente, un tintineo suave sale del casco de la moto de Li.La.
Caballero, debo irme, se han cumplido mis tres minutos.
Señorita… - Dino toma del brazo a Li.La – no se olvide recordar.
Dino toca con su pulgar el lóbulo parietal de Li.la. Una chispa o un pequeño destello de luz, como si en una noche negra vieras el rebote de luz de un rayo en las nubes en el horizonte… y el mundo ordenado y… despreocupado de Li.La… se va… a negro…
Continúa en el capítulo 2